Buenos días y bienhallada, bienhallado de nuevo:
¿Qué tal allá donde estáis? Espero que fenomenal. Y bienvenido, Alberto, a esta bitácora.
 
Yo me encuentro como mi bonsai: agotada después de un trasplante, y bajo mínimos (el pobre ha perdido más del 50% de sus hojas). La esperanza es que ambos tenemos brotes esperando a mejores tiempos. 
Suele coincidir en mi vida que mi cumpleaños, el dieciséis de mayo, viene acompañado de una actividad tan frenética que me quedo en estado catatónico, completamente agotada en todos los sentidos: seca de ideas, emocionalmente necesitada de aire, sol y abono e intelectualmente en tiempo muerto; todo esto en un envase corporal semejante a un hojaldre reseco.  
También feliz de poder escribir esta entrada, a la que considero uno de mis brotes.
 Y  escribo sonriendo, espero que se transmita.
 
En estas circunstancias estaba, interesándome desde hace un par de meses por otra especie extinta, los dinosaurios (fascinantes, espero escribir pronto algo sobre ellos, sólo que todavía no los he hilado con otros temas que tengan cabida en el blog), cuando me he acordado, muy oportunamente, de Alejandro Magno, muerto a los treinta y tres años tras once de conquistas continuadas y 3.800.000 km. cuadrados bajo su dominio, y, en tercer lugar, de una entrada que os prometí y con la que no cumplí, que iba a hablar del capitalismo aplicado al desarrollo humano (lo entiendo como esquilmar los recursos internos en vías de un crecimiento constante que, a la larga, se convierte en insostenible). 
 

Estas escaleras nos sirven de metáfora del avance infinito, un camino en el que, en ocasiones, se convierte en laberinto. 

Cuando emprendemos un camino, es conveniente que nos preguntemos a menudo ¿hacia dónde voy? ¿Cuál es el límite, la meta a la que quiero llegar? 


¿Qué hace que algunos seres humanos deseen continuar siempre hacia adelante, sin parar? 

En mi comportamiento alejandrino de los últimos tiempos, me doy cuenta de la adrenalina que genera el seguir siempre en marcha, de la emoción de la próxima conquista, sea en el ámbito que sea. La necesidad de estímulos constantes y que generen la suficiente densidad emocional como para que merezca la pena vivir, no sea que tenga que parar y me de cuenta de que no era ese el camino que quería, que he recorrido varios kilómetros en dirección equivocada, con su desgaste consiguiente.

¿Y si Alejandro, una vez unificada Grecia, o una vez conquistada Persia, hubiera vuelto a casa, en vez de querer seguir batallando? ¿Cómo se hubiera enfrentado al día a día del gobierno y de la vida, a la rutina, incluso al aburrimiento? ¿Avanzaba o huía?

Permanecer en donde estamos, en nuestro día a día, y ser felices, es muchas veces más difícil que seguir avanzando, porque requiere mucha sensibilidad, mucha conciencia, para advertir los detalles pequeños, los sabores, los olores, los gestos, todo lo mínimo, que es lo que compone la existencia.


Tal vez por eso, continuar hacia adelante es lo que nos evita, de momento, mirar en nuestro corazón, en nuestra vida. Si sentimos paz interna, estamos en buen camino o en buena posada. 

Algorta, en Bizkaia.

Y por eso, en ocasiones, cuando sucede algo que nos detiene en nuestros planes, nos rebelamos, peleamos, nos quejamos… sin darnos cuenta de que, de otro modo, no nos hubiéramos detenido. Alejandro Magno, y muchas de nosotras en estos años del siglo XXI, pensamos, de manera arrogante, que la vida tiene la obligación de favorecernos siempre, cuando son precisamente estos retos con los que crecemos, con los que nos hacemos más humildes, más amorosas, y por tanto, más humanas.

Un abrazo. 

Virginia Castanedo

Creatividad, Arteterapia y Educación emocional 
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