Buenos días y bienhallada, bienhallado:
Confío en que el post de hoy compense la espera; lo concebí ayer, después de digerir una noticia de este mismo lunes: me llamó una amiga, que desempeña desde hace varios años una tarea creativa en una empresa asentada de tamaño mediano.
Un puesto vocacional, muy peleado desde joven, que requería unas jornadas laborales extensas, con muchísimas horas extras y que ella realiza desde el cariño, la alegría y desde la suerte de saber que estaba en un lugar privilegiado. Dedicando su vida y su tiempo todo a su empleo.
La llamó su jefe: lo sentía mucho, estaba despedida.
Nada tenía que ver con que estuviera embarazadísima, claro. Sólo que la reforma laboral, a día de hoy, permite que las personas más vulnerables se vean desprotegidas, mientras los-as responsables de esas leyes cobran al día lo mismo que tú o yo al mes.
Se puede leer la situación política y social actual, en lo que entiendo por verdadero periodismo independiente, en eldiario.es, de manos de su director, Ignacio Escolar. Los partidos mayoritarios, están izquierdeando, en el irónico sentido de la RAE de «Apartarse de toda razón o juicio«.
Y claro, yo me indigné, viendo cómo se cometía una injusticia que nos hacía perder dos generaciones de lucha obrera: ya tenemos casi los mismos derechos que nuestros abuelos y abuelas. En ese momento lo vi todo rojo, la insté a pelear, mientras la sangre fluía a cataratas en mi interior, inflamada. Ella estaba tranquila.
El enfado ante una injusticia nos permite activarnos para pelear, y la ira es una emoción con la que necesito trabajar, que me permite avanzar en mi crecimiento, si la canalizo adecuadamente.
Y es un enfado profundo y ancestral, que forma parte de mi acervo: si miro hacia atrás, veo a mi abuelo paterno, Serafín Castanedo, odiador profesional, boxeador por afición, que cuando salía de su puesto de trabajo de peón en Altos Hornos de Vizcaya se dirigía a su otro empleo de albañil. Republicano y sindicalista acérrimo en pleno franquismo, un día un encargado de la fábrica exigió a los obreros que realizaran un trabajo que mi abuelo calificó «para animales«. Y le arreó un puñetazo que les libró de esa tarea sin mediar más palabras.
Cuando me asombré de que no le despidieran, mi padre comentó: «alguien tenía que hacer el trabajo duro, y el viejo lo hacía muy bien«.
La parte diabólica de Serafín, la ira mal canalizada, la tiránica, la sufrían en casa, donde tenía instaurado un régimen de terror como el que combatía fuera.
Lo compensa mi bisabuelo materno, Andrés Sanz, alcalde rojo en un pueblo de Segovia. Prestaba el dinero a la gente del pueblo cuando les hacía falta, dedicados casi todos, incluído él, a la agricultura. Llegó la guerra, nadie devolvió el dinero y fue la guardia civil a detener al avalista (¿o era por su ideología?): mi abuela Juana, niña aún, gritaba para que no se lo llevaran, sin saber que, de hecho, moriría poco después, de una afección pulmonar por las malas condiciones de la cárcel.
En ese caso, utilizaba su indignación ante las injusticias para tratar de ayudar a quien estuviera cerca.
Un abrazo:
Virginia Castanedo
Creatividad, Arteterapia y Educación emocional
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