Buenos días:
¿Qué tal avanza la semana? Espero que fenomenal.
Comentábamos en la entrada anterior, «Prefiero no convencerte «, que las personas notamos lo que se oculta detrás de las palabras, si nos hablan desde el corazón o no.
Hoy vamos a profundizar sobre la manera de hablar políticamente correcta, que comenzó como una muestra de respeto que nos permite vivir en sociedad cuidando de no ofender a nadie y que está derivando en un envoltorio de plástico aséptico para no contaminarnos con las palabras, en un intento de ocultar aquello que nos gusta menos.

Y dado que muchas veces el cambio social exige un ajuste nominal (o viceversa), avanzamos hacia una mayor consideración de diferentes colectivos, antes ninguneados. ¿Alguien recuerda cuando en los documentos oficiales las mujeres éramos «hembras«? Concepto que, en mi opinión, nos colocaba al nivel animal, igual que, de manera paralela, era la consideración social femenina. Ellos eran «varones«, no «machos«. O el salto dado de respeto cuando hablamos de personas con discapacidad, desde las denominaciones aberrantes de hace años que me niego a reproducir aquí.
Siempre habrá personas que asuman esos cambios como algo natural, y otras que necesitan escuchar repetidas veces los nuevos términos hasta que poco a poco se entreveran en su mente y los asumen como propios. Aquí está la función correcta de lo políticamente correcto, como engrasar una máquina para que marche mejor.
Las fricciones comienzan a aparecer cuando se abusa de ello, bien en un extremo hipócrita (como los diversos ejemplos actuales de llamar a la crisis), en el que se dice lo contrario de lo que se piensa, o en otro, cuando no callas nada, en una catarata de palabras.
Cuando utilizamos los términos en un discurso aprendido (no en vano se cita a los-as políticos-as en esta manera de hablar), cuando los-as expertos-as nos escriben lo que tenemos que leer, queda todo en disfraz, en cáscara vacía. Usar las palabras para nadar y salvar la ropa, igual que a las personas, sin implicación.

La propuesta es hablar desde el corazón, desde el amor. Como trasladando algo tan delicado como un huevo. Porque las palabras pueden transformarse en palmadas de ánimo, en abrazos, en propuestas de mejora sin intención de dañar al otro, en un faro al que asirnos cuando flaquean las fuerzas.

Cuando tu corazón y tus palabras coinciden, tu presencia en el mundo se convierte en un bálsamo y en un reducto de fuerza.
Aún cuando consideres que señalar un punto de mejora a alguien le ayudará, puedes hacerlo desde la empatía y el respeto.
Aristóteles decía que antes de hablar respondas a estas tres preguntas:
«¿Es verdad lo que vas a decir? ¿Es bueno? ¿Servirá de algo?»
Y si contentas a alguna en negativo, es mejor callar.
Otras entradas relacionadas sobre el lenguaje:
Cómo contamos nuestra historia personal.
Decir «sí»
Decir «no»
Las palabras que utilizas para definir a las personas (y a ti mismo-a).
Un abrazo:
Virginia Castanedo
Creatividad, Arteterapia y Educación emocional
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